Cada vez resulta más gratificante encontrarse con que el fenómeno de la canción colombiana ahora está en manos de una serie de cantautoras que han volcado su sensibilidad sobre un pentagrama para crear composiciones íntimas, evocativas y femeniles. Los últimos años de la canción han sido definidos en Colombia por el trabajo exquisito de La Muchacha, Briela Ojeda y, a veces, Lucille Dupin. Dentro de estas voces aparece el susurro melifluo de Bella Álvarez, sensible compositora de Medellín quien, en 2019, nos legó un EP debut de belleza pastoril bautizado Flores y hortalizas. Ahora Álvarez regresa con la fuerza del viento para su esperado debut discográfico, Canciones para una casa chiquita, un álbum de belleza delicada, una melancólica colección de tristezas y nostalgias que tienen la fuerza telúrica de la poesía de Miguel Hernández: canciones arrancadas del centro de la tierra que se convierten en flores de fugaz belleza y recuerdo inamovible.
En Canciones para una casa chiquita, Álvarez abraza una identidad musical más robusta en la que aún se destaca la fuerza de su voz de luna y los arpegios calmos de una guitarra de palo. Es una colección de doce cortes en los que la compositora y autora se encuentra de lleno con su sensibilidad, reflexionando de manera madura en torno de las complejas figuras del amor, el hastío, el egoísmo, el hartazgo de la vida, las pequeñas cosas de la vida y el milagro que es el arte de escribir y compartir canciones. Con la fuerza ermitaña de Pan de Knut Hansum, Álvarez da forma a un universo textual cargado de brillo y costelaciones imposibles, pequeñas ideas que se unen unas con otras para dar formas a criaturas fantásticas de la imaginación. La simplicidad melódica le da un hálito de cercanía, como si se tratasen de composiciones pensadas para compartir frente al fuego de la fogata. Después de todo, ‘hogar’ nace de la hoguera que toda casa romana tenía para calentar en las noches frías a sus habitantes. Y, sin embargo, son canciones íntimas, una sensibilidad volcada sobre sí misma que, al narrar su aldea, le permite ser universal al conectar con la llama de los corazones de quienes la escuchan.
Desde los primeros momentos del disco, en “Cocoro rojo”, entramos a un universo estético en el que es claro que la naturaleza está presente en primer plano. Emulando el silbido de las aves entre las ramas de un bosque frondoso, Álvarez reflexiona sobre la particularidad del amor, como cada persona lo abraza o lo padece a partir de su propia sensibilidad. Sin embargo, concluye, quizás lo que hermana esa idea imposible de concretar es el hecho de que siempre se marcha. “Cosas favoritas” narra el destierro que viene con las despedidas. A veces abrimos de par en par las puertas de nuestra alma para compartir canciones, reflexiones, postres y lugares privados a los que volvemos cuando la soledad se acuesta sobre nuestras espaldas. ¿Qué pasa con ese universo que hemos legado al bien amado? ¿Podrá volver a pertenecernos una vez sobrevivamos al duelo? Destacan en el corte detalles en la producción que sobrecogen con fuerza eléctrica, mientras la guitarra de nylon se abre paso entre el deshielo.
Prontamente el disco se adentra en su momento poético más denso con “Montañas blancas”, un corte entre lóbregas cuerdas y una guitarra que trastabilla en medio de la despedida. Es una canción de despedida: al amor, a la vida. A veces soñamos construir un futuro con alguien, echar raíces y crecer exuberantes entre las nubes, rostro al sol. Sin embargo, esa pequeña semilla puede no prosperar, convertirse en un arrumaje de materia orgánica que, una vez arrancada de la tierra, se desvanece entre las hojas muertas sobre el suelo. La voz poética se sabe frágil, se desvanece en el éter, se pierde entre la inmensidad de unas montañas inabarcables. Empero, prontamente el carácter melódico del disco encuentra un ápice de esperanza en “Se te olvidó”, un corte en el que Álvarez recupera su fuerza natural para decir adiós a una relación egoísta que la ha signado con una herida, que ha marchitado el follaje que circunda a esta bruja de la tierra.
A ritmo de chacararera “La siembra” presenta la historia de una pareja imaginada que cultiva su amor en medio del descubrimiento ameno de una luz que germina la semilla de su romance. La voz de Álvarez abraza los triunfos de la producción y se sabe tan segura entre pirotecnia como cuando está desnuda. Irónicamente, esta es una decisión compleja para una artista que ha construido su promesa de valor sobre el carácter puro y diáfano de su garganta y su diafragma. No obstante, Álvarez resulta airosa y demuestra que la canción y el folclor puede seguir siendo un punto de partida para construir nuevas formas de la historia musical latinoamericana. “¿Por qué lo hiciste?” es un reclamo tierno en el que Álvarez sigue jugando con elementos del pop electrónico y las posibilidades que vienen de la producción y la magia de la mezcla. Son detalles delicados que iluminan un objeto poderoso que ya está allí: una fuerza poética pura y hermosa.
“La fiesta” es quizás el momento más experimental del disco. La producción toma el primer plano con percusiones programadas y ecos electrónicos. Un piano delicado se suma a la voz de Álvarez en una canción en la que no hay guitarra, pero sí juegos con el lenguaje del pop experimental contemporáneo y un saxofón de city pop japonés. Temáticamente la canción versa sobre las ilusiones que construimos en torno nuestro, de cómo a veces nuestros sentidos nos engañan guiados por nuestras emociones. “No + chicos tristes” es un juego de paisajes sonoros que nos hace reflexionar también sobre la fragilidad de los hombres, la toxicidad que a veces puede también de la falta de inteligencia del lado masculino de la especie. Para este punto, la producción ha virado hacia una nueva forma de expresión, jugando con una plétora de lenguajes prestados de varias aristas del pop contemporáneo, mas manteniendo la fuerza en la guitarra de palo y sus cuerdas tensas.
“Casa chiquita” es la composición que quizás podría sintetizar mejor este álbum. En ella se nota la presencia central de la guitarra y la voz de Álvarez, pero se intuyen los detalles de producción de un pop minimalista y expansivo que se suma a la voz de miel de la antioqueña. Temáticamente, por otro lado, la canción es un corte de despedida que se suma a la idea recurrente de la melancólica ruptura del amor. Así, la casa se convierte en metáfora del corazón de Álvarez, lugar que habitaron los amantes que ahora se desbarata por la partida de uno de ellos. “Pequeños hombres” versa, en cambio, sobre el anonimato al que nos hemos sometido los hombres cuando hemos olvidado nuestra identidad, como los hombres grises de Momo de Michael Ende, personas preocupadas por el tiempo y la productividad. La producción sobre la voz de Álvarez le da un lugar de enunciación elevado, como si contemplara la ciudad desde la punta de un rascacielos, conforme le recrimina a su bien amado por su egoísmo.
Cerrando el álbum, aparecen “Dorado y cercano” y “La vibración”. La primera es una de las composiciones más poéticas y en la que mejor se evidencia la poderosa imaginación de Álvarez, pues es la que tiene un estilo más metafórico y simbólico, cargando los versos de profecías y visiones de un futuro. Tiene una reminiscencias a las canciones de Camila Moreno antes de su viraje al sonido más electrónico. Sin embargo, Álvarez hace suyas todas sus composiciones y sus referentes se pierden al final de este lienzo minimalista. Por último, “La vibración” cierra el disco como una suerte de mantra personal de la compositora, un corte introspectivo y cargado de un bello halo de oscuridad en el que carácter de solitario galope de la guitarra se suma a la voz herida con fuerza arábiga de la cantante. Es un corte idóneo para cerrar un lanzamiento perfecto y emocionante.
Nunca mejor nombrada, Bella Álvarez ha construido un álbum de canciones preciosas y precisas en las que demuestra la fuerza de su carácter como compositora y autora. Es un álbum que la lleva por nuevos parajes sonoros, sin que se pierda en este recorrido por tierras nuevas la identidad que la ha caracterizado desde su primer lanzamiento. Canciones para una casa chiquita es un recorrido lleno de amuletos y símbolos personales de la compositora antioqueña, un vistazo a ese lugar que habita y es su piel, su hogar en sí misma. A veces lóbrego y triste, pero siempre bañado por una calidad lumínica única, permitiendo que la luz se cuele por cada una de las incisiones de la madera vegetal en la que habita la cantante. Es un disco sobresaliente. En palabras de Bella, “pase lo que pase con el disco, esto es lo más importante que he hecho en mucho tiempo. Casa Chiquita está lleno de símbolos, amuletos y canciones que cuentan historias. Cada gesto es una puerta que se abre a mi lado más sensible. Cuando canto, le digo al otro ‘te estoy cantando esta canción desde mi corazón, ahora me ves y conoces mi sentir’. En mis canciones no puedo mentir ni mentirme”.
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