Foto: Ariel Arango
Que Anamaría Oramas haya aparecido en el cartel de 2024 del Estéreo Picnic es importante por muchas razones. La primera, sin duda, es el reconocimiento de la curaduría del festival con relación a los artistas colombianos. La segunda, aunado a la anterior, es que las músicas instrumentales (¡y el jazz!) sonará por primera vez en las tarimas del titán del entretenimiento. La tercera, que no es la última, es la constatación casi poética de que, a través del esfuerzo y la convicción en nuestro propio talento, podemos alcanzar espacios insospechados, a los que pensamos jamás acceder si decidimos escuchar esa voz sombría, que habla con nuestras propias inflexiones, de que no valemos lo suficiente. Que Anamaría Oramas haya aparecido como parte del cartel de la edición de 2024 es un motivo de celebración de tamaña envergadura pues, además, quienes madruguen podrán constatar la virtud de su esfuerzo y sacrificio, la manera plural como se inscribe en las narrativas culturales de nuestro país.
Oramas es hija del vital pintor Fernando Oramas, quien cumpliría cien años en 2025, pero que falleció en 2016 después de haber vivido una existencia plena entre colores, murales, poetas y rebeldías. Nacida en el seno de una familia humanista —su madre es profesora de Literatura—, Oramas empezó a estudiar música como tratando de cumplir el sueño generacional de su viejo, quien también había querido ser músico. “ Tenía una organeta en la casa y tocaba de oído bossa nova y Debussy. Siempre hubo ese espíritu musical en la casa y las ganas de que nosotros, mi hermano y yo, fuéramos músicos”, explica Oramas. Así las cosas, casi que a regañadientes, la música ingresó a la fundación Batuta cuando tenía nueve años o diez, impulsada por su madre a madrugar todos los sábados para aprender las formas de la interpretación de la flauta traversa. Oramas terminó estudiando Música en la Universidad Nacional, a pesar de que su intención primera era la de estudiar Cine y Televisión.
“Ahí me fui para Cuba, pues me había ganado una beca, pero llegué allá y no tenía el nivel suficiente, porque el nivel era súper alto”, recuerda Oramas. “Intenté quedarme, me quedé como cuatro meses estudiando durísimo, encerrada, clavada estudiando. Al final me dijeron que tenía que irme del país porque mi estatus migratorio no me permitía quedarme y podían deportarme. Me tocó volver y había estudiado tanto que me presenté aquí al conservatorio, ya tenía el nivel y pasé de una”. La Universidad fue un punto de reflexión y de encuentro. Allí la joven música conocería a tutores invaluables que se mantienen hasta el día de hoy a su lado, se encontró con las músicas tradicionales colombianas y empezó a cuestionar las maneras eurocéntricas que incidían en el programa curricular de su formación.
Universidad Nacional, Antonio Arnedo y el Colectivo Colombia
El ingreso a la universidad puede representar un rompimiento con el mundo idealizado de posibilidades que uno ha construido en su cabeza. Viniendo de una formación clásica, Oramas estaba familiarizada con sus métodos, pero faltaba un elemento vital para que su camino virase hacia nuevas posibilidades. “En el Conservatorio estaba Antonio Arnedo, que era el jefe de la cátedra de jazz, y fue el oasis para muchas personas que no queríamos tampoco seguir ese camino clásico”, recuerda Oramas, para quien la figura del docente e investigador ha sido clave en su trayectoria. Con Arnedo su camino se desvió positivamente hacia el jazz, hacia la composición y la búsqueda creativa, sobre todo alrededor de la música colombiana. “Se me planteó la posibilidad de hacer doble énfasis entre clásico y jazz y yo dije ‘No, para mí el jazz es mejor aprenderlo en la calle, en los jams y en la vida bohemia. Ahí es donde se aprende realmente’. Lo que hice fue graduarme de clásico y dedicarme a callejear. En vez de hacer una una tesis de grado en jazz, pues dice dije voy a hacer un disco. Ahí me demoré como unos tres o cuatro años madurando mi sonido y mi estética. En el 2019 lancé el primer disco”.
Antes, sin embargo, la joven flautista empezó a colaborar con Arnedo en el Colectivo Colombia, un homenaje a la diversidad musical de Colombia que explora los diversos lenguajes de nuestras músicas desde una base de jazz. Allí, en lo sucedáneo, se unió a un ensamble por el que han desfilado figuras claves como Urián Sarmiento, Hugo Candelario o Santiago Sandoval. “Antonio es un luchador ahí dentro de esa jauría de retrógrados que no quieren nada nuevo ni nada colombiano. El conservatorio está lleno de extranjeros que llegaron en la posguerra, entonces los jefes de instrumentos son polacos, gringos, rusos, un montón de gente que cree que la música colombiana está subdesarrollada y es tercermundista”, explica Oramas sobre lo que percibió durante su formación. “Esa lucha política y dentro de ese lugar no ha sido fácil y es muy triste porque no sólo debería haber apertura hacia el jazz y las músicas colombianas sino hacia la producción y a las necesidades del mercado. Preparar a un un estudiante para lo que es la escena y el mercado que requiere no solamente músicos clásicos, acróbatas del instrumento, que es como sale la mayoría de ese perfil del músico del Conservatorio, una persona descriteriada, pero que sabe leer increíble y que sólo es músico si le ponen una partitura. Muy poco sentido crítico y creativo. Por ahí es difícil”.
Independiente de las dificultades, Arnedo le abrió un mundo de posibilidades a Oramas que juiciosamente estudió para entender la anatomía de sus formas. Así mismo, su paso por el campus histórico le permitió tener una mirada crítica con relación a las formas en las que estamos formando a nuestros músicos desde el Conservatorio. “Yo no tengo maestría, pero ya con los años quisiera poder prepararme lo suficiente para entrar al Conservatorio, cambiar un poco también el rumbo de esa academia, pues que al final es la la Universidad Nacional y debería ser como la vanguardia en las universidades artísticas contemporáneas”, reflexiona Oramas. De cualquier manera, muchas de las músicas tradicionales han pasado por un filtro que pretende insertarlas en categorías “cultas”, como los ejercicios de Pacho Galán y Lucho Bermudez inspirados en las big bands de jazz o este afán de teatros e instituciones que sinfonizan currulaos y bullerengues. Hay una diferencia, no obstante: Galán y Bermudez proponían una suerte de revolución para insertar las músicas afro e indígenas en el circuito social de la élite bogotana; los espacios de validación pretenden, en cambio y al parecer, europeizar las formas de las identidades sonoras que nacieron de nuestro fértil suelo.
Muntu y el viaje de las músicas en el territorio
El primer álbum de estudio de Oramas llegó en 2019. Con ocho cortes basados en la gran novela de Manuel Zapata Olivella Changó, el gran putas, Oramas construyó un álbum que bebía de la influencia de las músicas afro de nuestro territorio. “Changó, el gran putas llegó por mi padre, porque eran muy amigos”, recuerda sobre la novela clave para la representación afrocolombiana en las letras nacionales. “Manuel vivió un buen tiempo en la casa familiar de mi papá y ahí parcharon, mi papá lo vio escribir el libro y, bueno, por ahí entró. Este término Muntu y ese primer disco hacen referencia justamente a esa diáspora, que no solamente es la diáspora africana, sino las diásporas internas también en este país, como las mezclas y los éxodos generados por muchas razones, sea violencia, o sea algún tipo de necesidad social, que ha viajado también mucho con las músicas. Y las músicas se han mezclado entre sí”. Si bien es cierto que la investigación en torno a los sonidos y acentos de nuestro folclor han sido parte fundamental de la trayectoria de Oramas, en Muntu su identidad aún estaba muy ligada al sonido del jazz. Sin embargo, no por ello dejó de ser uno de los discos del año para varios portales.
“Era hablar de cómo han llegado esos barcos de negreros a nuestras costas, que se asentaron ahí, pero luego también esas músicas viajaron hasta el interior de Colombia y están tan presentes como vivas. Y nos pertenecen también”, explica Oramas sobre el sentido de pertenencia y la fascinación por los sonidos que componen el rico abanico musical de nuestro país. “Igual somos un país mestizo. También hay que reconocer lo europeo en parte de nosotros. No vamos solamente somos indígenas y afro que salen con su tambores y sus flautas, o sea, también tenemos muy marcado eso y nuestra raza, nuestro color, también trae la memoria de Europa”, reflexiona Oramas, para quien entender el gran contexto es necesario para dar cuenta de los recorridos que han tenido las estéticas sonoras en nuestro país, además de que explica el fenómeno del sincretismo, dejando un poco de lado la nostalgia por la forma pura y primera de los géneros. Hoy por hoy es imposible saber cómo sonaba un bullerengue o un currulao hace un siglo, pero la base de estos saberes que pervive permite comprender el croquis de su estructura y, desde allí, replantear una manera en la que las músicas tradicionales pueden dialogar con lenguajes contemporáneos.
“Siempre es bien cuestionable esta figura del rolo blanco privilegiado tocando músicas tradicionales. Yo, por ejemplo, que soy una blanca chiquita, le resulta raro a la gente que toque una gaita. Es reconocer el viaje y el movimiento que tienen las músicas. Es un viaje que viene de muy atrás, que trae esa memoria también de los pueblos exiliados”, añade sobre este viaje sonoro, que es igual audaz y dinámico, experimental y propositivo, elocuente y hermoso.“Ese paso por la clase de Antonio sembró esa semillita de la curiosidad y la composición. Cero me pensaba compositora hasta mis 24 años. El enfoque de esa creación estaba alrededor de la música colombiana. Los primeros ejercicios eran como ‘Transcriban el patrón rítmico del tambor del bullerengue. Cuando lo tengan transcrito, vuelvanlo melodía. Ahora que ya tienen la melodía analicen la armonía de un tema de Charlie Parker y entiendan cómo es el movimiento armónico de un estándar de Charlie Parker y utilicen eso’”, recuerda sobre las cátedras de Arnedo, en donde nació la primera canción del álbum: “Bullerengue de allá”.
Ramas lejanas, flauta, gaita y transición
En la década de los setenta ya Roberto Fiorilli, quien haría parte posteriormente de La Columna de Fuego, ya había entendido la raíz del problema cuando, junto a Los Electrónicos presentó el perfecto Tradición en transición, un disco que mezclaba las primeras formas del sonido electrónico con guabinas, pasillos y música de tiple. Las manifestaciones culturales no son un ente monolítico, inmarcesible, para una contemplación a distancia. Las músicas, principalmente, están vivas y se transforman conforme entran en contacto con nuevos contextos geográficos o dialogan culturalmente con otros lugares del mundo. Ramas lejanas, de 2023, el segundo álbum de Oramas parece más consciente de ello: es una reflexión sonora sobre el sincretismo cultural y los procesos de evolución en las músicas contemporáneas, de las que también hacen parte las músicas tradicionales, que están vivas y en perpetua transformación.
“Siento que los géneros también son cambiantes con relación a las necesidades de su tiempo o de la gente. Que la música permanezca estática es muy difícil. Siempre hay gente nostálgica queriendo sonar como antes y clamando porque el sonido vuelva y se mantenga puro”, reflexiona la música. Ramas lejanas, de alguna manera, es un ejercicio creativo que escapa de las alambicadas figuras del jazz, apelando a una aparente sencillez que existe en las músicas tradicionales. Pero es en esta economía de elementos que la música se siente más cómoda, pues, al ser más restrictivo, el ejercicio de componer la obliga a tomar otras decisiones estéticas, más concordantes con el sonido tradicional sobre el que reflexionaba. No es una mímesis o una reinterpretación, es un diálogo respetuoso desde su ejercicio como intérprete y compositora de nutrirse de las voces y acentos del territorio.
“Ya para Ramas lejanas había desarrollado más mi lenguaje creativo. Me alejé mucho más del jazz y empecé a ser más intuitiva. Siempre he sido muy intuitiva. Siempre fui pésima en las clases de teoría, por ejemplo, en saber todos estos conceptos de la armonía occidental siempre fui muy perezosa y muy cerrada. Todavía lo sigo siendo”, explica Oramas quien, a pesar de haber encontrado en su intuición la posibilidad de dar forma a hermosas melodías, tiene un problema al comunicar sus intenciones al resto del equipo. “Este disco es mucho más intuitivo. Busqué también la sencillez melódica, por ejemplo, como que tiene también esa música tradicional en la que un motivo, una melodía puede ser demasiado sencilla, pero justamente se queda más en el inconsciente y en la memoria colectiva. Una melodía fácil de cantar, una melodía que se quede pegada. Es música relativamente sencilla y eso no la hace menos valiosa o menos profunda”, explica sobre este disco en el que, además de tocar la flauta, se desempeña hábilmente en la gaita.
Que Anamaría Oramas haya aparecido en el cartel de 2024 del Estéreo Picnic es importante por muchas razones. Quizás la más importante de ellas es seguir honrando un deseo que ha hecho suyo por herencia, que donde brillen sus melodías encuentren la forma de llegar al corazón de sus ancestros. A los que no conocimos. A los que nos quisieron con locura cuando los pudimos abrazar. Anamaría Oramas es una de las razones principales por las que amerita madrugar al festival, pero también una mujer que ha labrado una senda de experimentación, investigación y diálogo. Sin embargo, dejando de lado la erudición, su música nace de un lugar sincero en el pecho, un músculo que sólo se puede entrenar a fuerza de vivir honestamente. A fuerza de amor y compromiso.
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